Por Manuela Abuela
El
patriarcado, entendido como forma de dominación y explotación de la mujer,
designando a los varones como sujetos hegemónicos y protagónicos, crea y recrea
una organización social y un conjunto de prácticas que le son propios y
favorecen su continuidad. En esa organización, de carácter androcéntrica, el
hombre varón es tomado como parámetro; es decir, a la medida de su cuerpo,
emociones y sensaciones se establece lo que es “normal” y lo que no, así como
lo que se debe o no hacer… y ahí es donde empieza a regir el control sobre
nosotras, las mujeres.
¿Pero esto siempre fue así?
Antes
de las luchas anti-feudales, en los comienzos de la edad media, mujeres y
hombres vivían en comunidad, existiendo campesinos y campesinas, siervos y
siervas y, en los incipientes centros urbanos, trabajadores y trabajadoras
asalariadas, llegando las mujeres a formar parte de los gremios a la par de los
hombres.
Entonces,
¿qué sucedió? Los campesinos y gremios comenzaron a luchar para librarse del
orden social y económico que los aplastaba, gestando revueltas y luchas,
pidiendo por la autonomía en la administración de las aldeas, la baja de
impuestos, la quita de rentas y donaciones a los terratenientes y de los
privilegios nobles. Pero todo este movimiento fue sometido y combatido por los
señores feudales aliados con la Iglesia a través de su órgano ejecutor: la
Santa Inquisición.
Silvia
Federici (1) define a la Santa Inquisición como “la institución más perversa
conocida de la represión estatal” (y creo que no se equivoca). Dicho tribunal
perseguía a la herejía popular, es decir, grupos de trabajadores y trabajadoras
hartos de la injusta organización medieval. Así, se puede decir que la Iglesia
utilizaba la acusación de herejía para arremeter contra la desobediencia social
y política.
La mujer como símbolo de herejía
Pero
la Inquisición puso especial atención en la mujer, aquel ser que para ellos era
considerado infrahumano (se discutía en la Iglesia si podía ser considerada o
no persona), y reconoció el “poder” que el deseo sexual les infería por sobre
los hombres. Entonces, intentaron demonizar al sexo y, en consecuencia, a la
mujer.
De este modo, fuimos vistas como la
herejía por excelencia y, a principios del siglo XV, comenzó la “casa de
brujas”, de estas desobedientes, auténticas, conocedoras, autónomas mujeres
indomables, abriéndose paso a uno de los genocidios más grandes de la historia
de la humanidad. La misoginia en esos tiempos llegó a un grado tal que, por
ejemplo, en Francia la violación dejó de ser considerado un delito y se
transformó en moneda corriente, sucediendo en cualquier rincón de las aldeas o
ciudades. El mismo Estado abría burdeles, para apaciguar las protestas
sociales. Así, nuestras cuerpas comenzaron a ser explotadas y utilizadas como
objetos de control.
De Guatemala a Guatepeor
Pero dicha explotación no terminó ahí. Cuando el
feudalismo da paso al capitalismo, y éste florece, cuando comenzaron a
fraccionarse y dividirse las tierras comunales, cuando se consolidó la idea de
propiedad privada, cuando la misoginia ya estaba instalada, allí surge el
patriarcado. Es por eso que son sistemas perversos que se retroalimentan.
Silvia Federici expone que esta transición
posibilitó la división sexual del trabajo, donde fuimos separadas del cultivo y
del incipiente proletariado para consolidar el ideal de familia y el
estereotipo de mujer que predominó en el siglo XX, donde quedamos relegadas al
ámbito privado de lo doméstico: mujer-madre, mujer-hogar. Allí, desde los muros
que nos encerraron, nuestras cuerpas se transformaron en engranajes… ¿de qué?
de la gran maquinaria capitalista, que nos necesitaba para la reproducción de
la fuerza de trabajo y que, para no pagar por ello, lo considera como un
“no-trabajo”; o sea, le sacó el carácter de actividad y la disfrazó de “recurso
natural” y, por ello, no remunerado. Como expresa Dalla Costa, el trabajo no
pago de las mujeres en el hogar fue el pilar sobre el cual se construyó la
explotación de los trabajadores asalariados.
El trabajo que “no es trabajo”
Hoy llamamos “trabajo invisible”, al que no tiene
remuneración, al que no es reivindicado, al que no es considerado un trabajo,
al que muchas mujeres, muchas generaciones de mujeres, debimos someternos toda
la vida, y para el que fuimos preparadas desde pequeñas: “servir la casa, al
marido y a los hijos”.
Flora Tristán (2), sabiamente, esbozó: “la mujer es
la proletaria del proletariado” ya que, hasta el proletario más raso en una
industria, llega a su hogar y somete a su mujer. Ahí, en nuestras casas, el
heteropatriarcado cuida el patrimonio que le pertenece. La mujer, engranaje de
la maquinaria capitalista, se convierte en un objeto que los hombres poseen,
así como las tierras, así como el capital. Ahí, en nuestras casas, no
amenazamos el título de propiedad que nuestros padres les entregaron a nuestros
esposos. Ahí, en nuestras casas, el patriarcado y el capitalismo firman una
alianza de mutua conveniencia, donde el control es necesario para generar
obediencia.
Con
el devenir de los años se fue introyectado en el inconsciente colectivo esta
idea de que la mujer es la reina de la casa, y que ese es su espacio natural,
femenino, donde despliega sus tareas de cuidado familiar, sin siquiera pensar
que todo ello obstruye la posibilidad de desarrollo personal, profesional,
laboral, económico.
La metamorfosis del control
Pero hoy, pasado el siglo XX, en este nuevo nacer
de otros tiempos, los que para muchos eran tan lejanos, cuando muchas mentiras
y naturalizaciones se develan (aunque arrastremos sus vestigios), nuestras
cuerpas siguen siendo una arena de lucha… ¿por qué? Porque son una textualidad
donde se pueden leer formas de vestirse, normas corporales, formas de actuar,
de gesticula, conformes al mandato capitalista. Naomi Wolf (3) expone que la
dominación masculina se expresa con mucha fuerza en el ideal de belleza que
manejan las sociedades patriarcales actuales, que nos someten y presionan, que
nos ponen en un molde en el que no todas entramos y que hace que sintamos
rechazo de nuestra fisonomía.
Cuando las mujeres empezamos a librarnos de la
domesticidad, en ese mismo momento, comienza a hacer mella en nosotras el mito
de la belleza, con el mismo objetivo que el anterior: el control social. Así,
expone Wolf, el cuerpo flaco demuestra autocontrol, el que necesita el sistema
para sobrevivir; en cambio, un cuerpo diverso, gordo, imposible de etiquetar o
encasillar es un cuerpo indisciplinado, falto de control, peligroso.
Espejito, espejito… ¿quién es la más linda del reino?
Laura Zambrini (4) habla de las operaciones
ideológicas, impulsadas por los medios de comunicación, que comprenden la
corporalidad y las prácticas del vestir como dispositivos que hacen legibles
determinados cuerpos en la cultura occidental. El capitalismo transforma deseos
en necesidades y, de la mano con el patriarcado, genera una industria destinada
a hacer nuestras cuerpas a la medida de la norma, para “ser la mujer que
cualquier hombre quiere tener y que las demás van a envidiar”.
Así, surgen negocios millonarios como el de las
dietas (sin repetir y sin soplar, menciona algunas de las dietas más conocidas
que hacen las famosas… ¿te sorprende cuántas sabes? ¿cuántas de ellas hiciste?
eso es más sorprendente aún), el de la moda, el de las cirugías y productos
anti-age que socaban nuestra autoestima, que generan trastornos y dañan nuestra
salud, ya que no es casual que problemas como la anorexia o bulimia sean mucho
más frecuentes en mujeres que en hombres. Que nuestra cuerpa esté a merced de
una balanza machista es violento, es violencia.
¿Qué podemos hacer al respecto?
Para romper ese
matrimonio perverso que rige sobre nosotras (patriarcado y capitalismo),
debemos volver a hacer comunidad, conformar organizaciones horizontales sin
jerarquías, armar redes, tejer lazos, construir puentes, formar manadas, para
romper las ataduras que nos oprimen, las medidas que nos estandarizan y
someten; desechar la belleza que nos imponen para poder amarnos y amar en
libertad; dejar de ser un engranaje de esa maquinaria perversa que nos explota,
que nos vuelve mercancía, y poder habitar nuestra cuerpa, comprender nuestros
deseos, reconocer nuestro derecho de vivir una vida libre de violencias.
Juntas,
nuestras palabras se replican, crecen, se escuchan más fuertes en miles de
bocas que la enuncian. Porque lo comunitario siempre es peligroso para el
poder. Porque nuestras cuerpas deben ser nuestro lugar desde donde resistir
hermanadas.
Si
te copa y querés leer más sobre el tema te recomiendo que esta cuarentena te
descargues el libro “Calibán y la bruja” de Silvia Federici que se encuentra
liberado en internet: https://www.traficantes.net/sites/default/files/pdfs/Caliban%20y%20la%20bruja-TdS.pdf
Notas
al pie:
1-
Silvia Federici (1942 – Italia) es una escritora, profesora y activista
feminista. En sus trabajos concluye que el trabajo reproductivo y de cuidados
que hacen gratis las mujeres es la base sobre la que se sostiene el
capitalismo.
2-
Flora Tristán (1803 a 1844 – Francia) fue una escritora, pensadora socialista y
feminista francesa de ascendencia peruana. Fue una de las grandes fundadoras
del feminismo temprano.
3-
Noami Wolf (1962 – Estados Unidos) es una escritora estadounidense y consultora
política. Con la publicación de su obra El mito de la belleza se convirtió en
una de las principales representantes de la que sería conocida como la tercera
ola del feminismo.
3-
Laura Zambrini (s/f – Argentina) Doctora en Ciencias Sociales y Socióloga
(FSOC-UBA). Obtuvo beca doctoral y post doctoral CONICET. Es profesora titular
de Sociología en la carrera de Diseño de Indumentaria y Textil (FADU-UBA) y es
profesora en el Programa de posgrado de Diseño y Sociología (DISO- FADU-UBA).
Es coordinadora del Grupo de Estudios Sociológicos sobre Moda y Diseño
(GESMODI) en la misma universidad. Publicó diversos trabajos en revistas
científicas y de divulgación nacional e internacional.