Por Ricardo Serruya
“Si pudiera remontarte tiempo atrás
Para ver en la opacidad del sueño ido
Si aquel fulgor perdido era la vida
Río marrón”
Jorge Fandermole
Jueves al mediodía. Muchos autos por la ruta 168 que lleva a santafesinos a empalmar con otra ruta: la autovía Nro 1 que deriva en la costa: zona de quintas y de casas de fin de semana.
La ciudad universitaria está desierta, solo algún auto en el estacionamiento, seguramente de propiedad de algún científico que aprovecha el silencio de un fin de semana largo, para desarrollar sus tareas.
El centro comercial recibe a otros con su boca abierta lo más que puede para que entren en el consumo desenfrenado del 2 x 1 .
Pero nadie, o muy pocos, se detienen a ver una cortina de humo negro que se alza al cielo como fiel testigo de unas pequeñas lenguas de fuego anaranjado. Otra quema en un humedal del que poco queda, a la vera de una ruta que solo vomita emprendimientos inmobiliarios.
Domingo a la tarde. Muchos autos por la ruta 168 rumbo a Paraná. Antes de llegar al túnel subfluvial dos, tres, quizás cuatro columnas de humo negro se pude ver desde el auto. Pocos nos detenemos a ver un espectáculo dantesco. Otros tienen cosas más importantes para pensar, para hacer: están los que a la vera de la ruta esperan que pase el colectivo que traslada, desde Santa Fe hasta Paraná, a los jugadores de River para jugar con Patronato. Están los que aprovechan el fin de semana largo para ir a pescar y están los que ven sin mirar.
La sala Mayo de la ciudad de Paraná es un hermoso balcón al río Paraná: sus ventanales dejan que uno se aproxime a una barranca de cemento que ofrece una vista fabulosa: el río marrón que, como dice Fandermole, es un “animal de barro que huye”, una “piel del cielo que se rompe”.
El río como escenografía es testigo de una nueva edición de la feria del libro: entre stands y conferencias las columnas de humo se hacen cada vez más elocuentes, sin embargo la mayoría no presta atención: buscan ofertas de editoriales, se sumergen en el celular, camina con la vista perdida en la nada o van a la búsqueda de una gaseosa o unas papas fritas.
Enfrente el humo anticipa una visión triste, las islas empiezan a arder.
Algunos metros alejado de la feria del libro gazebos blancos, tan crispádamente prolijos que producen irritación, alineados de manera exageradamente perfecta, son la vidriera de personas que buscan comprar alguna artesanía.
Anochece, la luna llena parece abrazar al río marrón y, seguramente, no puede entender lo que desde la altura observa: lenguas de fuego anaranjado queman todo lo que se le presenta.
Desde la costanera paranaense parece que uno ve la entrada a un infierno que escupe fuego.
Algunos sacan fotos o filman videos como si se tratara de una paisaje, pero no es un paisaje.
Otros comentan y hacen chistes, suponen que a alguien se le “arrebató” el asado, pero no es un chiste.
Están los que ni siquiera se dan cuenta, muchos ya vieron esta realidad otras veces, lo ven como una escenografía natural, pero no es una escenografía natural.
Caminan, corren, toman mate y parecen negar lo que se ve: fuego que arrasa todo.
Ese fuego, terrible fuego, el domingo se llevó –una vez más- especies de flora que quedaron extintas, quemó de manera cruel a animales que vivían en la isla, sus quejidos y lamentos por morir icinerados no fueron escuchados por una ciudad preocupada en sus cosas y aturdida por sus ruidos esquizofrénicos.
Una vez más el fuego se llevó todo, absolutamente todo, hasta nuestra sensibilidad y nuestra capacidad de asombro, de asco y de rebeldía.