Por Ricardo Serruya
Siempre los momentos claves de la humanidad nos interpelan. Los episodios bisagras suelen tener un antes y un después y nos convocan a pensar un nuevo paradigma. Pueden llegar a servirnos para pensar, o re- pensar, como construimos nuestras existencias luego de lo sucedido, de qué manera nos paramos cuando salimos de una situación extrema.
Sucede con cuestiones personales: ante un hecho extraordinario solemos comprometernos a una vivencia nueva, a comenzar una nueva etapa, a cambiar conductas. Lo que nos sucede individualmente, también funciona colectivamente. Las sociedades se comprometen a nuevas maneras de vivir luego de experimentar conflictos severos.
Cuando los franceses, allá por 1789 pensaron en el triangulo de libertad, igualdad y fraternidad, hastiados de las monarquías absolutas, cuando finalizó la primera y la segunda guerra mundial o en mayo de 1968 cuando se gritaba hasta la disfonía por más libertad, la humanidad supuso que otro mundo se avecinaba, que alguna enseñanza habíamos sacado y que las cosas serían mejores.
Se trata de la mirada humanista, esperanzadora y optimista ante un hecho que nos descoloca.
El año 2020 entrará en este conteo. Se dirá en el futuro que quienes protagonizamos esta pandemia nos situamos frente a esta controversia de cómo saldremos de esta realidad.
¿Cómo será el mundo post covd-19?
Ante la pregunta aparecen las miradas optimistas: seremos mejores, las pesimistas, todo será peor, o las moderadas: “nada cambiará”
Lo cierto es que, pase lo que nos pase –es muy pronto y somos demasiados los actores para suponer que habrá un comportamiento único u homogéneo-si lo que estamos viviendo no nos sirve, al menos, para pensar, algo mal funciona en nuestra condición de ser pensante, viviente.
Desde fines del año pasado un agente microscópico ha alterado nuestras maneras de actuar y –en ocasiones- de sentir. Como burlándose de lo que significa la dimensión algo muy pequeño, invisible no nos deja salir, trabajar, compartir, nos ha cambiado el humor, disminuyó nuestra calidad de vida y a muchos hasta les ha sacado la vida.
Aunque resulte simplista plantearlo, el virus nos mostró nuestra pequeñez y nos hizo ver que no somos tan gigantes y autónomos como nos creemos. Le pegó una trompada a nuestra vanidad, nos enfrentó con aquella torre de babel inconclusa.
Bienvenido sea, entonces, pensar, imaginar cómo será el mundo, nuestras vidas cuando todo esto pase, sobre todo si se tiene en cuenta que, desde distintos lugares, nos dicen que nada será igual. Que la escuela, el trabajo, las relaciones humanas, la política, la sociedad ya no serán lo mismo.
¿Pero qué es lo que cambiará?. Nos habremos dado cuenta que debemos construir sociedades más fraternas, más igualitarias, menos sufrientes?. ¿Seremos más empáticos, más permeables, más sensibles a los problemas (muchas veces superan esa categoría de conflicto y más que problemas son verdaderos dramas) de nuestros semejantes? ¿Dejaremos de prestarle tanta atención a la pelusa de nuestro propio ombligo?
La respuesta positiva a estos interrogantes implica una necesaria revisión de las prácticas políticas que replanteen principios humanos fundamentales emparentados con la dignidad que hoy escasea en enormes bolsones de la población mundial. Necesita una cosmovisión distinta frente al semejante y al ambiente que repare heridas lacerantes generadas desde hace tiempo.
El actual sistema ha generado un desequilibrio inaguantable: Un poco más de 2000 personas poseen una riqueza equivalente a lo que se distribuyen 4.600 millones de personas. O sea 2100 tienen lo que se reparte el 60% de la población mundial. Solo en nuestro continente 220 millones de personas son pobres: son casi 5 veces la población argentina que se todos los días le gambetea a la muerte.
La enorme encrucijada es como nos paramos, con este panorama el día después de la pandemia: como dicen algunos con despidos masivos que incrementará el número de desposeídos, con más concentración de la riqueza en pocas manos o con el debate de nuevas maneras de relacionarnos empáticamente?
La mirada humana, positiva, optimista suele marchitarse cuando vemos que en plena crisis sanitaria algunos solo miraron su propio ombligo, buscaron la manera de llevar agua solo a su propio molino, pensaron en chiquito acumulando alguna cuota de poder inexistente. Todo parece resquebrajarse cuando atónitamente presenciamos que algunos aprovecharon para hacer subir el dólar y sacar alguna ventaja o ya piensan que práctica llevar a cabo cuando todo esto termine para acumular aún más.
Impera, urge que pensemos nuevas relaciones entre las personas y el estado, una dinámica de la justicia que abrace a todos.
En ese camino estamos, debatiéndonos entre lo que somos y lo que debemos ser, entre lo que hoy nos refleja el espejo y lo que debemos construir. Nadando en una mar picado, muy picado que nos lleve a una orilla más justa, más vivible para todos.
Y la pregunta vuelve a resonar: como seremos después de esta pandemia, iguales, mejores, peores?
Muy pronto para ensayar alguna respuesta, quizás el filósofo Darío Sztajnszrajber tenga algo de razón, y el final de este drama encuentra a los copados más copados y a los jodidos más jodidos.
El tema pasa por saber quiénes son mayoría.