Por Ricardo Serruya
Abrazando al río de la plata, sobre la costanera de la siempre imponente Ciudad de Buenos Aires se encuentra el Parque de la Memoria. Se trata de un pulmón en una ciudad invadida por cemento.
Los visitantes lo recorren en bicicletas, caminando, en soledad o en grupo. Muchos, mate en mano, descubren un tramo de la historia que no conocían, otros parecen revivir viejas heridas que no cicatrizan porque son muy profundas.
Se trata de un espacio a cielo abierto que recupera la memoria y grita hasta la disfonía justicia.
Las frías, pero necesarias actas de fundación relatan que fue creado en el año 1998 a partir de una ley aprobada en la legislatura. También cuentan que el proyecto fue armando y consensuado por organismos de Derechos Humanos, el Poder Ejecutivo de esa ciudad, la Universidad de Buenos Aires y la legislatura porteña. Fue inaugurado el 30 de agosto de 2001 en coincidencia con el día internacional del detenido desaparecido.
Caminando por un pasillo natural que parece ser un balcón al majestuoso Río de la Plata se pueden leer carteles con las históricas consignas de los organismos de Derechos Humanos y hasta se puede conocer el lugar de residencia de represores. En diferentes sectores aparecen enormes y grises paredones que registran 9000 placas con el nombre y apellido de desaparecidos elaborados por la CONADEP. Otros 22 mil espacios libres esperan, paciente pero tenazmente, ser ocupados por otros nombres que el tiempo, la memoria y la justicia seguramente descubrirán.
Cuatro enormes paredones grises albergan los nombres de los detenidos y detenidas que fueron desaparecidos, desaparecidas, asesinados y asesinadas por la cruel dictadura junto a otros y otras que cayeron bajo el yugo del aparato represivo estatal en el período 1969-1983.
Los nombres que pueden leerse son víctimas de actos represivos llevados a cabo por el Estado: la masacre de Trelew en 1972, los hechos ocurridos en Ezeiza en 1973, los perseguidos por la Alianza Anticomunista Argentina, el Plan Cóndor, el Operativo Independencia y la última dictadura.
Uno de sitios bajo techo alberga un museo. Cuando este cronista lo visitó una muestra del talentoso León Ferrari invitaba a caminarla. La presencia de su hijo, desaparecido en la última dictadura militar, es el eje articulador de obras de artes que, en su mayoría, fueron elaboradas cuando el artista se encontraba exiliado en Brasil. En un cuarto contiguo tres computadoras albergan una base de datos que contiene información sobre los detenidos-desaparecidos que se van actualizando permanentemente.
PABLO MÍGUEZ (RELATO EN PRIMERA PERSONA)
Me siento en un banco que me permite posar la vista sobre un río que parece nunca acabar. Aves sobrevuelan las aguas marrones. Algunos veleros se ven deslizarse por el curso del agua. El cielo se inunda de aviones que despegan del cercano aeropuerto “Aeroparque”.
A unos metros se divisa un monumento que parece caminar, milagrosamente, por las olas del Río de la Plata.
¿A quién conmemora esa estatua de acero inoxidable suspendida en el lecho del río?. Una placa dice que la obra lleva como título “Reconstrucción del retrato de Pablo Míguez”. Hay muy poca información sobre ese joven. Escuetamente me informa que era un pibe de 14 años que fue detenido y desaparecido en la última dictadura militar.
Tan escasos datos no alcanzaban para alimentar la curiosidad periodística
¿Quién era Pablo Miguez?
El banco vuelve a ser mi refugio. Saco el celular, abro el navegador, pulso las tres w y busco “Pablo Miguez”.
La lectura me envuelve y hace que el ruido estremecedor de aviones que despegan a pocos metros pase a un segundo plano.
Los datos aparecen: Pablo era hijo de militantes políticos. Fue torturado delante de su madre porque esta se negó a firmar la escritura de casa. Otros detenidos relatan que su condena fue “haber visto demasiado”. Nunca más se supo de él.
Decido conocer más, entro a otras páginas, busco datos. No puedo creer el grado de cinismo y de crueldad que portaban los represores y me vuelvo a decir para mí mismo: “Tenía solo 14 años”. Levanto la vista y veo la estatua: es la figura de un adolescente.
La lectura buscando datos continúa y me entero que un 12 de mayo de 1977 un grupo del ejército entró en la casa donde vivía y se lo llevaron junto a su madre y a la pareja de ella al centro clandestino “El Vesubio”.
Dejo de leer y no puedo dejar de preguntarme ¿Qué habrá sido de la vida de un pibe de 14 años en aquellos lugares oscuros, repletos de gritos y llantos, inundados de olor a muerte?- No puedo encontrar respuesta.
Poso nuevamente mis ojos en la lectura, algunos sobrevivientes cuentan que, a veces, le ordenaban, de muy mala manera, repartir mate cocido y otras a llevar los tachos con orín.
Sigo leyendo y me entero que luego de unos meses aquel cuerpo, seguramente repleto de sueños, fue trasladado a los altillos de la ESMA. Cierro los ojos y trato de crear las imágenes de ese lugar. Estuve en varias oportunidades en -como lo nombraban- a ese sitio: “Capucha” y “Capuchita”. Lo recuerdo húmedo, oscuro, alejado de todo, muy pequeño. Indigno. Y me lo imagino a Pablo allí, sin saber porque no estaba jugando al fútbol o enamorándose de alguna piba de su barrio. Me lo imagino extrañando el sabor del dulce de leche que tanto le gustaba sus compañeros del 2do año de la escuela industrial de Avellaneda donde cursaba. Lo imagino pidiendo por su mamá, de quién no pudo despedirse cuando lo sacaron de “El Vesubio”, por su abuela Teodomiora que tanto amaba.
Y vuelven las preguntas: ¿Qué hicieron con él?. ¿Quién decidió su suerte?. ¿Lo habrán tirado, como a otros y a otras, desde un avión a ese Río de la Plata que se tragaba cuerpos?
Levanto la vista y la perspectiva me engaña: parece que Pablo camina sobre el agua. No resisto esa imagen y vuelvo a sumergirme en la lectura.
Lila Pastoriza es periodista. Es un pedazo de historia. Junto a Rodolfo Walsh fundó y dirigió la agencia de noticias ANCLA. Ella convivió en aquel altillo de la Esma con Pablo y recuerda el día que, con un tabique en los ojos, lo ubicaron a su lado. Pastoriza relata hechos que parecen haber sido escritos para un guión perverso, maquiavélico. Cuenta que, en el Vesubio, tuvo que ver como violaban a su madre, que de noche lo encadenaban y que los guardias de la ESMA no sabían qué hacer con él porque “lamentablemente había visto mucho”.
Levanto la mirada del celular buscando un descanso a ese relato tan cruel, veo a una pareja que se para frente al escueto cartel que relata de manera injusta, breve, fríamente concisa la historia que yo estoy leyendo. Quedan mirando la estatua que flota en el río con la mirada perdida. Aprovecho para preguntarme: ¿Quién habrá firmado la sentencia? ¿Quién lo cargo, drogado, a un avión sabiendo que lo iban a tirar al río? ¿Quién lo desechó en una bolsa y luego se fue a dormir como todos los días?
¿Quién?
Vuelvo la vista al celular y leo. En septiembre de 1977 alguien tomo la mano de Pablo y se lo llevó. Nunca más se supo de él.
Cierro las páginas de internet que se iluminaban en mi celular y levanto nuevamente la vista: la pareja ya se había ido, los veleros seguían navegando. Los rayos de sol parecían entrar en las profundidades del río marrón y la estatua de Pablo seguía ahí para demostrar, una vez más, que la memoria siempre perdura, interpela, convoca y nos conmueve como esa figura que parece caminar que parece moverse.