(Por Ricardo Serruya)
En la década del 90 el modelo productivo argentino se modificó drásticamente. En 1996, durante el gobierno de Carlos Menem, el Secretario de Agricultura Felipe Solá, autorizó la producción y comercialización de soja transgénica en Argentina, este hecho modificó radicalmente la estructura productiva del país.
El hecho se produjo violando todas las normas legales: el trámite fue express y los estudios previos habían sido realizado por la multinacional Monsanto en una clara muestra de conflictos de intereses.
Los territorios y los cuerpos que habitan estos lugares fueron –y continúan siéndolo- envenenados y los desmontes y desalojos alcanzan cifras nunca antes experimentados en nuestro país.
Todo se realizó bajo la promesa –que todavía hoy se repite- que este modelo productivo generaría las divisas y el desarrollo que nuestro país necesita y que, además, brindaría trabajo a la población. Mismo relato se plantea en las zonas donde se lleva a cabo la explotación de minerales a cielo abierto.
Pasado ya casi 30 años de la instalación de este modelo la realidad es muy diferente: la pobreza y la desocupación alcanzan cifras record, más de la mitad de la población no come todos los días y el ambiente está en terapia intensiva.
CIENCIA DIGNA
Distintos sectores vienen denunciando las falacias y la perversidad de este modelo. Integrantes de la ciencia también lo dicen. Un grupo de ellos se convocan en la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad y la Naturaleza.
Desde hace ya tiempo el mundo científico se divide entre aquellos que plantean la objetividad del saber científico -y no lo relacionan con el entorno y sus consecuencias para la vida- y los que anteponen la necesidad de que el saber esté relacionado con el bien común.
La bióloga nortemericana Rachel Carson publicaba en 1962 su libro “Primavera Silenciosa”, en su obra advertía sobre los efectos perjudiciales de los pesticidas en el ambiente, especialmente en las aves, y culpaba a la industria química de una acuciante contaminación. Algunos años después el Dr Andrés Carrasco demostró los efectos nocivos del glifosato en el desarrollo de vertebrados.
Ambos son el espejo donde otros se reflejan.
Gran parte de esta comunidad científica viene alertando y demostrando la relación enferma entre ciertos modelos productivos y el entorno que suele venir acompañados con el avasallamiento de nuestra cultura, de nuestra soberanía y la apropiación de las riquezas por un puñado de poderosas multinacionales con el aval de un poder político cómplice.
CONTAMINACION EN ARROYO SAN CARLOS
Los profesionales y becarios del Laboratorio de Ecotoxicología de la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad Nacional del Litoral son, sin lugar a dudas, parte de esta ciencia digna.
Uno de ellos es el paranaense Rafael Lajmanovich. Dirige este grupo de investigadores que desarrollan su actividad en los laboratorios de la UNL ubicados en la Ciudad Universitaria que se encuentran en el Barrio El Pozo de la ciudad de Santa Fe. Gran parte de su trabajo lo hacen “poniendo los pies en el barro”, desarrollando trabajos de campo, buscando muestras en ambientes hostiles.
La contaminación de diversos cursos de agua y la afectación en batracios y en peces son algunas de los trabajos realizados por este equipo que ha logrado gran reconocimiento por lo que sus trabajos son publicados en prestigiosas revistas internacionales que forman parte de la comunidad de investigadores.
Su último trabajo publicado fue llevado a cabo en el Arroyo Los Troncos, un curso de agua ubicado cerca de la ciudad de San Carlos en la provincia de Santa Fe y demuestra un grado de contaminación industrial, ganadero y agropecuario temeroso.
Los investigadores que motorizaron este trabajo son, además del citado Lajmanovich, : Ana P. Cuzziol Boccion, Leonardo Leiva, Carlina Colussi, Karen Russell-Blanco, Noelia Di Conza, Paola Peltzer, Andrés M. Attademo y María R. Repetti.
Rafael Lajmanovih aclara que se trata de “un trabajo que llevó varios años y que comenzó por las alertas brindadas por un grupo de vecinos que denunciaban en diferentes redes sociales la presencia de tortugas muertas en el arroyo, lo que nos preocupó ya que las tortugas de río son animales muy resistentes, no se mueren rápidamente, habitan zonas contaminadas, suelen estar cerca de desagües cloacales”
El hecho despertó la curiosidad de los investigadores y, como suele ocurrir, lo que vieron era mayor a lo que imaginaban. Encontraron más de 100 tortugas muertas cada 300 o 400 metros. Se trataba de una mortalidad masiva. Era necesario saber que producía semejante ecocidio.
Lajmanovich le cuenta a este periodista que la toxicidad ocurre en el canal San Carlos que proviene de la ciudad del mismo nombre donde pueden apreciarse volcados clandestinos de industrias lácteas. Es necesario aclarar que muchas de estas industrias ya poseen denuncias penales y causas judiciales iniciadas pero como no avanzan en su proceso judicial la contaminación continúa y agrava –aún más- la realidad de este lugar.
Los estudios llevados a cabo por los integrantes del Laboratorio de ecotoxicología fueron completos “necesitábamos saber cuáles eran los contaminantes y hasta donde se extendían porque uno puede ver un proceso de mortalidad muy puntual pero la contaminación o el riesgo ambiental puede ir por kilómetros hacia aguas abajo”, relata Lajmanovich y aclara que no fue difícil hallarlo ya que al tratarse arroyos y canales pequeños se los ve a simple vista, caminando. Lo planteado por el investigador vuelve a poner en conflicto la inercia de un poder político que no se ocupa de hechos que se relacionan con la salud del entorno y de los habitantes que allí viven,
¿Qué encontraron?, preguntó este periodista y la respuesta no se hizo esperar: “ lo que ya sabíamos, deshechos de industrias lácteas que suelen ser muy tóxicos y cáusticos porque no solo existe suero y descarte sino que se lanza todo lo que se utiliza para limpiar las maquinarias que se trata de sustancias cáusticas y detergentes. Si se tiran al ambiente hay que asegurarse que no sean tóxicos, algo que en este lugar no ocurre”
Como si todo esto no fuera suficiente el sistemático y prolijo trabajo de los investigadores halló más de 15 residuos de plaguicidas, algunos metales pesados, productos de uso veterinario y antiparasitarios que se usan a gran escala y dejan sus residuos en ríos, islas y humedales.
El daño al ecosistema es profundo y preocupante y , como se sabe, puede ocasionar daños en la salud de las personas. En este caso el riesgo es mayor aún ya que, como lo anuncian en la publicación “esto ocurre en una zona pero el agua sigue llevando los componentes contaminantes agua abajo, ese arroyo los troncos forma parte de la cañada de Malaquías y la cuenca se llama arroyo Los Padres por lo que todo lo que transporta lo termina desaguando en el río Coronda donde está la toma “Desvío Arijón, que abastece de agua a muchas localidades lo que puede generar daño en la salud de los habitantes”
Como estos mismos investigadores ya lo aclararon en anteriores trabajos la gran preocupación reside en que la contaminación ya no se trata de un compuesto determinado sino de cócteles que, sumados, son mucho más dañinos, sobre todo si los índices encontrados –como sucede en este caso y en el río Salado- exceden los parámetros fijados por la ley de residuos peligrosos (ley 24051)
En momentos donde gran parte de la población está preocupada por los destinos del río Paraná convertido en una hidrovía por donde sale, sin control alguno, nuestras riquezas, los chicos y las chicas que nos faltan, las mujeres víctimas de la trata de personas y entre la droga, es necesario aclarar que gran parte de estos venenos que habitan los cursos de agua de decenas de arroyos finalizan en el río Paraná.
El final de este artículo no será original. De hecho se repite a lo que este periodista ya dejó sentado en otros trabajos e informes . El trabajo que acá comentamos fue publicado en revistas internacionales de enorme prestigio, se encuentra, además, en diferentes sitios informáticos y es de libre acceso, sin embargo ninguna autoridad política – sanitaria se comunica con los investigadores.
El refrán popular, una vez más, salpica sabiduría: “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.