Por Ricardo Serruya
No es la primera vez que sucede. Sucedió con Adolfo Castelo, con los dos Le Luthiers y Daniel Rabiovich y Marcos Mundstock, con Jorge Guinzburgy y con Roberto Fontanarrosa.
Mueren tipos que uno conoce solo por su obra pero que jamás cruzó, de los que no era amigos, ni siquiera conocidos y sin embargo, cuando se entera de su muerte, se entristece.
Pasó esta semana, cuando el miércoles nos enterábamos que había muerto Quino. A muchos de nosotros nos invadió una tristeza, una pena mezclada con melancolía. Estábamos tristes. Estamos tristes. Y nunca lo habíamos visto.
Más de uno de nosotros le decía a un amigo o a un familiar
– che, murió Quino
– Noooo (decía el otro o la otra estirando la o) que pena
Y quedábamos en silencio, masticando amarguras.
No habíamos compartido con Quino un asado, un vino, ni siquiera una charla telefónica: pero su partida nos entristeció.
Si hay que buscarle una explicación, lo que nos duele es que la muerte sea tan injusta, tan ciega y se lleve a personas repletas de humanismo. Eso era Quino, un tipo humano, el que nos ayudó a ver –a veces dolorosamente, el mundo de manera más humana. Con sus historietas el mundo nos dolió, vimos a los que muchas veces son tapados, ocultados. Con sus personajes soñamos que otro planeta era no solo posible, sino necesario de construir.
Con los personajes de Quino no hay diferencia generacional: yo leí a Quino alguna siesta que los viejos no me dejaban salir y mis hijos también lo leyeron: ellos y yo nos reímos y pensamos con Quino. No pasa como con otras expresiones, con Quino no hay grieta generacional.
Con algún amigo intercambiamos libritos de Mafalda y ahorramos para comprar “a medias” el libro de oro que salía fin de año.
Aprendimos geografía e historia y cada uno de nosotros suponía que algún amigo del barrio era igual a Felipe, a Mafalda, a Guille o a Susanita. En épocas negras, de dictaduras supimos que una nena muy frágil y pensante se llamaba libertad, y al tiempo nos dimos cuenta que magistralmente Quino nos hablaba con una metáfora hecha carne.
Más de uno , en nuestra ya lejana infancia, vimos en Mafalda una especie de dirigente gremial que lo defendía de la opresión de la sopa y cuando algunos granos ya aparecían en nuestras caras y la adolescencia nos invitaba a llevar el mundo por delante (que por otra parte es como hay que llevarse el mundo cuando se es joven y también cuando no se lo es tanto) soñamos una vida distinta desde algunas se sus viñetas.
Desde carátulas de carpetas que anunciaban el inicio de una materia hasta un cartel pintado por el centro de estudiantes, desde alguna improvisada carta de amor, hasta un cartel que anunciaba la presencia de un kiosco, los dibujos de los personajes de Quino siempre aparecen en nuestras vidas.
Copiamos y hasta calcamos Mafaldas excesivamente cachetonas, Felipe con dientes exagerados, Susanitas muy gordas . Es que así sucede con los personajes, se cuelan en nuestras vidas, afortunadamente entran sin pedir permiso y son parte nuestra.
Cuando crecimos seguimos aprendiendo con Quino a partir de sus historietas que aparecían en revistas de actualidad y donde siempre, pero siempre nos hacía pensar sobre la guerra, la pobreza, la injustica o la niñez abandonada . Si en una peluquería o en la casa de la tia o la abuela aprecía una “7 días” íbamos aceleradamente hasta la última hora para ver “el chiste” de Quino.
Ya de grande, con hijos, muchas veces nos reflejamos en los padres de Mafalda, tratando de gambetearle al fin de mes, haciendo equilibrios en la tan difícil y bella tarea de ser padres.
Pocas historietas gozan del privilegio de sobrevivir aún después que su autor dejara de crearlas. La última viñeta de Mafalda fue en 1973 y hoy aún es muy posible que algún pibe mate el aburrimiento leyendo algunas de las ocurrencias de esta niña egterna. Es la magia del lápiz, de un lápiz que es movido por las manos pero que le da órdenes una cabeza y un corazón.
Ese sea quizás el mérito de Quino, haber juntado, unido, casado el oficio con la inteligencia y la ternura. El mismo decía que dibujaba para cambiar el mundo: “Yo siempre dibujé con la intención de que el mundo cambie para el lado de los buenos, para gente como John Lennon. Lamentablemente no fue así, porque el sistema me dejó plantado”
Y a pesar de estas declaraciones quizás se fue de esta vida sin saberlo, pero con su arte contribuyó y mucho. Tan groso fue este tipo que el miércoles, el día que dijo “chau, me voy a dibujar a otros lados, a ver el mundo desde un poco más lejos”, las redes sociales se olvidaron –por un rato- de las elecciones norteamericanas, de la locura del dólar o del coronavirus y se regaron de sus personajes, creaciones y sueños de un mundo más humano.
Fue el último guiño de ojos que nos hizo Joaquín Salvador Lavado, si, así se llamaba, aunque era solo el nombre que escribía en frías planillas de trámites burocráticos o el que figuraba en el DNI, su nombre era y es Quino.
Ese es su nombre. No hay error en el uso del verbo. me resisto, nos resistimos a usar el pasado. Los que dejan huellas nunca se van.
Quino se queda con nosotros, que estamos un poco más tristes, caminando un poco más lento, nos pesan los pies, tratando de sanar un poquito el dolor que ocasiona la muerte de un tipo, al que nunca conocimos y que, sin embargo, tanto pero tanto queremos.